Son las seis y cuarto de la mañana del trece de julio del dos mil tres. No llegó a tu cuarto el olor a perfume añejo proveniente de la recámara del fondo del pasillo. Estás acostumbrado a dejarlo pasar a las seis en punto, y ha sido el pre aviso de los diez minutos de sueño que preceden al despertar de la conciencia, desde que tenías siete años. Pero esa mañana, el Acqua di Parma de tu abuelo no tocó a la puerta. Miras el techo de madera mientras permaneces boca arriba en la cama. Notas que le hace falta una mano de pintura que corte el flujo de excremento de termita, que como coalición de insanidad asedia tu cama y conquista tu salud. Te abalanzas sobre tu eje de gravedad con un movimiento brusco de los brazos, a una velocidad perturbadora para esas horas del día. Te sientas sobre el risco de la cama. Mientras te replanteas la existencia y el sentido de la vida, con los ecuadores de tus extremidades encontrados, doblado sobre tu estómago, y al tiempo que tus mejilla
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