Son
las seis y cuarto de la mañana del trece de julio del dos mil tres.
No llegó a tu cuarto el olor a perfume añejo proveniente de la
recámara del fondo del pasillo. Estás acostumbrado a dejarlo pasar
a las seis en punto, y ha sido el pre aviso de los diez minutos de
sueño que preceden al despertar de la conciencia, desde que tenías
siete años. Pero esa mañana, el Acqua di Parma de tu abuelo no tocó
a la puerta.
Miras
el techo de madera mientras permaneces boca arriba en la cama. Notas
que le hace falta una mano de pintura que corte el flujo de
excremento de termita, que como coalición de insanidad asedia tu
cama y conquista tu salud. Te abalanzas sobre tu eje de gravedad con
un movimiento brusco de los brazos, a una velocidad perturbadora para
esas horas del día. Te sientas sobre el risco de la cama.
Mientras
te replanteas la existencia y el sentido de la vida, con los
ecuadores de tus extremidades encontrados, doblado sobre tu estómago,
y al tiempo que tus mejillas se encuentran a la sombra de las ramas
de las palmas de tus manos, escuchas la radio de tu abuelo encenderse
con una premura fantasmal.
Encima
del techo de madera, debajo de la cama, en el corazón de las paredes
y debajo del piso, los roedores y panales de comején dispersos por
toda la estructura de la casa, parecieran bailar al son del bigote
que canta:
“Luna,
Ruégale
que vuelva,
Y
dile que la espero,
Muy
solo y muy triste
En
la orilla del mar”.
Tú
te levantas de la cama. Te paras frente a la vieja ventana de doble
ala. Fijas la vista en la media luna que dibujó el gancho de cierre
en la pintura verde olivo que cubre la madera. Tratas de calcular
cuántas veces ha de haber sido accionada la cerradura de hierro, a
partir de las rayas curvas que conforman el medio círculo, –Supongo
que demasiadas–. Dices para ti mismo, mientras empujas las pesadas
bandas de guayacán, y en los ojos empieza a dolerte el hoy, y en tus
oídos el ayer:
“Recuerdos
muy tristes me quedan al verte en la noche alumbrar.
Recuerdo
sus labios sensuales, y su dulce mirar. Mi gran amor”.
Coges
la toalla y de dos largas zancadas ya estás en el pasillo. Te
diriges a la cocina en busca de tu baso de agua a temperatura
ambiente de todas las mañanas. Al pasar por la sala con la toalla
enrollada en el cuello, tornas la mirada hacia el daguerrotipo de tu
tatarabuela que se encuentra sonriendo desde 1893. –Mierda–.
Dices, –Y pensar que en ese tiempo se consideraba inmoral sonreír
para las fotos. Este debe ser uno de los actos de rebeldía de mayor
resistencia. La vieja bruja lleva más de un siglo burlándose de sus
ancestros–.
“Luna,
Ruégale
que vuelva
Y
dile que la quiero,
Que
solo la espero
En
la orilla del mar”.
Tomas
el agua de tres largos tragos. Camino del baño te detienes en la
puerta de la habitación de tu abuelo. El seguro está sin traba.
Entras.
Escuchas
el rocío del agua golpear las flores del patio; el choque de las
botellas de leche que yacían en la puerta del frente de la casa; el
gorgoteo del café que acaba de subir y la televisión del pasillo
encenderse. Sales.
Corres
a la sala. Saltas a la cocina. Apareces en el patio. Brincas el techo
y aterrizas en el jardín del frente. La casa está vacía. Solo tú
estás despierto. Un escalofrío te recorre la espalda y entumece las
gotas de sudor que empezaban a brotar por tus poros, producto de la
apresurada inspección, al tiempo que un humo blancuzco que parecía
salir disparado a presión desde la puerta de la sala, te atraviesa
de golpe.
Pegas
una carrera que parecía no tener fin. Llegas al cuarto de tu abuelo.
Te paras frente a la cama. Percibes un cese del sube y baja del
vientre. Le descubres el rostro cubierto por la sabana y está muerto
de la risa. –Mierda–. Dices, –Tal parece que burlarse
eternamente de la gente es una tradición familiar–.
Billy R. Gomez
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