Hoy
en día es común escuchar a algunas personas quejarse porque ciertas
manifestaciones artísticas como la música y el cine aparentemente están
corrompiendo a la sociedad actual. Si bien es cierto que mediante estas formas
artísticas se transmiten conductas y valores poco apropiados, pero habría que
preguntarse: ¿El arte debe tener un fin educativo o moral? Cuestiones similares
han habido desde mucho antes de que se hablase sobre estética como disciplina
filosófica, y todavía no parece haber un consenso en las respuestas. Si
partimos del concepto del arte, tan magullado desde la revolución de las
vanguardias en el siglo XX, veremos que uno de los rasgos coincidentes en la
mayoría de las acepciones es la finalidad estética; el arte persigue transmitir
un valor estético que no necesariamente debe ser la belleza. Apela a la
sensibilidad del ser humano, entendida desde un sentido amplio, que abarca la
imaginación y los sentimientos.
Uno
de los autores más precisos en señalar la naturaleza del arte es, en mi opinión,
Oscar Wilde. Para él “todo arte es completamente inútil”. Esto puede
malinterpretarse si no se mira con detenimiento. No implica que el arte sea un
desperdicio, las obras artísticas pueden tener una utilidad, pero esa utilidad
es la que nosotros les asignemos. En sí el arte es inútil porque no lleva
consigo una finalidad determinada o ulterior, más allá de revelar alguna forma
de belleza; es desinteresado. Como señala Savater, “…el afán de la belleza no
parece responder a ninguna necesidad concreta ni sensorial ni racional”. La
belleza, entendida como el principal de los valores estéticos, no tiene ninguna
función aparente. Por lo que buscarle algún uso a un cuadro o una escultura,
como si fuese algún instrumento, no tiene sentido, al menos desde esta perspectiva.
Lo
antes señalado también aplica al ámbito moral. Las obras artísticas no tienen
por qué transmitirnos buenos valores o enseñarnos cómo comportarnos, no
responde a su finalidad principal. El arte no se cuestiona por las conductas
humanas, por muy inadecuadas que sean, simplemente las desnuda y revela ante el
espectador. Por algo Platón no tenía una buena opinión de los poetas, pues
entendía que constituían un obstáculo para la buena educación de la sociedad.
Por ideas similares algunas sociedades a lo largo de la historia se han
empeñado en establecer ciertos límites a las manifestaciones artísticas y
censurarlas cuando no cumplían con tales requisitos.
Por
otro lado, las obras artísticas no necesariamente tienen que estar sujetas a
los ideales de su autor y tampoco nosotros estamos obligados a aceptarlos,
porque lo que prima es la experiencia artística que nos suscitan. Escuchar a
Wagner no tiene por qué convertirte en un Nazi, tampoco el Réquiem de Fauré te
hará religioso. Lo que hace del arte algo tan universal es el hecho de expresar
lo que es común para todos: los sentimientos, la imaginación y las pasiones
humanas. No distingue razas, ni posiciones sociales, simplemente apela a la
sensibilidad de todos. Las manifestaciones artísticas se aprecian sin
prejuicios ni intereses, están ahí para deleitarnos y fascinarnos, hacernos
partícipes de un vínculo que nos une a todos como humanidad.
Ahora
bien, esto no implica que no podamos extraer alguna reflexión o enseñanza de
las obras artísticas. Todavía los grandes aportes de los clásicos siguen siendo
objeto de estudio y modelos de imitación. Además es cierto que algunos artistas
han pretendido transmitirnos algo más que la belleza a través de sus obras,
persiguiendo un propósito adoctrinador. Pero su valor estará en el poder de
conmovernos o sorprendernos, detenernos ante su grandeza; “reclamar nuestra
atención”, como diría Savater.
Si
bien, es cierto que muchas de las manifestaciones artísticas actuales no
cumplen con estos criterios, y difícilmente podrían catalogarse como arte
auténtico, pero no es nuestra tarea censurarlas, pues son parte de los cambios
que, para bien o para mal, marcan la evolución de las sociedades.
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